El festejo se prolongó dos horas y media y se saldó sin trofeo alguno, sin ni siquiera una ovación.
Ganado: Seis toros de Vaz Monteiro, correctos de presentación, chicos y bajos por su procedencia, con cara, pero mansos ilidiables, completamente deslucidos, sin una gota de bravura, sin embestida, salvo el cuarto, que, sin clase, se arancó alguna vez al engaño.
Toreros. Octavio Chacón: silencio y silencio tras aviso. Salvador Cortés: pitos y gran bronca tras aviso. César Valencia: silencio tras aviso.
Presidencia: A cargo de Ángel Navallas, asesorado por Santiago Guallar y el veterinario Pedro Oteiza, cumplió correctamente su cometido, aunque perdonó el envío de más de un aviso.
Incidencias: Dos tercios de plaza. Tarde nublada y agradable. Chacón y Valencia hicieron el paseíllo desmonterados. Los subalternos Enrique Reyes Mendoza y Francisco Javier Tornay saludaron montera en mano tras banderillear al segundo y al quinto de la tarde, respectivamente.
Al acabar el festejo, pregunté a un sanitario: «¿Ha entrado algún gaitero en la enfermería? ¿Y la muchacha del atabal?». Me dijo que no, que había sido una tarde tranquila. No me lo podía creer. Algo no encajaba. Los gaiteros tuvieron que acabar con heridas en los labios y la atabalera con las muñecas ensangrentadas. ¿Por qué? Muy sencillo. Los segundos tercios, los de banderillas, fueron tan largos que tuvieron que tocar todo su repertorio o más, unos cuatro o cinco LP’s (o CD’s). Por momentos, el ruedo sangüesino se asemejó a un descuidado jardín de garapuyos. Rehiletes por aquí, más avivadores por allá. Algunos segundos tercios parecieron no tener fin. Y eso que hubo dos hombres de plata que tuvieron que saludar montera mano. De lo contrario…
Reyes Mendoza y Tornay dieron una lección de pundonor, de vergüenza torera a su jefe de filas, a un Salvador Cortés desdibujado, como apático, que lo único que hizo ayer en Sangüesa fue quitar un puesto a un matador de toros más joven, con ganas de abrirse paso en esta dificilísima profesión. Con lo que ha sido el sevillano, dio pena verle ayer entrando a matar yéndose, huyendo, y matando finalmente de un pérfido bajonazo en los sótanos.
Cierto es que el encierro portugués -chico y bajo, al parecer obedeciendo a su encaste (alguno con hechuras de eral salvo en la cara)- fue ilidiable, no tuvo nada dentro, ni raza ni casta ni bravura, nada, absolutamente nada. Fueron mansos, mansos de los antiguos, que se dejaron pegar en varas, pero sin empujar, sin apretar… Tampoco desarrollaron sentido, peligro, o ese picante que aporta emoción. No. De hecho, no hubo ninguna cogida. La ganadera portuguesa, llena de ilusión a las 17,30 horas, se mostraba completamente abatida dos horas y media después. No era para menos. Y es que el festejo, además, fue muy largo, de los que quitan afición.
Aunque parezca increíble, los tres primeros toros no embistieron; tampoco los dos últimos. Sólo el cuarto, se arrancó cuatro o cinco veces, sin clase alguna, al engaño de Chacón, que hizo lo que pudo, es decir, muy poco, y estuvo digno.
Se justificó asimismo Valencia, que tuvo un lote imposible, al que no le pudo robar ni un muletazo, y no exagero, ni uno. El venezolano, que se presentaba en España como matador de toros, no tuvo opción; pinchó demasiado a su primero y acabó con el sexto de una estocada arriba, a la que siguieron dos golpes de descabello. Sin posibilidad alguna del mínimo lucimiento, salvó la papeleta en una tarde de destoreo para olvidar.